Innovar desde lo urbano: nuestro reto ante el cambio climático

En el Día Mundial del Urbanismo reflexionamos sobre la relevancia de las ciudades para la construcción de un futuro más sostenible.

Este último año ha estado marcado por los retos y complejidades develadas por la pandemia de COVID-19. Las rutinas y dinámicas comunes de todos se han visto afectadas, especialmente en las ciudades. Por primera vez en la historia reciente, el mundo entero se enfrentaba a un problema común, donde se pusieron a prueba nuestros sistemas de salud y de servicios, y la sostenibilidad de nuestro estilo de vida en general. Sin embargo, aunque no hemos logrado despejar del todo las presiones generadas por esta tragedia, un nuevo reto se consolida como una amenaza existencial para la humanidad: el cambio climático.

Esta semana se está realizando la COP 26, un encuentro donde se congregan los principales actores políticos, económicos y sociales globales para discutir y llegar a acuerdos sobre cómo atajar esta crisis y promover la resiliencia ante los efectos inevitables que conlleva. Ya se ha mencionado cómo las ciudades están al frente de esta batalla. Son los espacios de innovación y producción de ideas que definen en gran medida los patrones de desarrollo y consumo de las naciones. Es por esto que, como urbanistas y hacedores de ciudad, es importante que reflexionemos sobre nuestro rol ante este enorme reto.

Hoy, en el marco del Día Mundial del Urbanismo, creemos que vale la pena resaltar cómo las ciudades son espacios de innovación presentando algunas de las prácticas que muchas de ellas están poniendo a prueba para construir un futuro más sostenible. A pesar de que algunas de estas estrategias se han discutido o empezado a experimentar desde antes, no fue sino hasta la pandemia que se reveló la urgencia con la que se debe actuar. Desde Transecto identificamos tres dimensiones del hacer urbano que agrupan estas acciones:

¿Cómo nos movemos y transportamos los bienes que consumimos?

Los modelos de desarrollo que han dominado las ciudades modernas han priorizado el uso del vehículo particular por sobre sistemas de transporte más sostenibles, desencadenando numerosos problemas que han desmejorado nuestra calidad de vida en las últimas décadas. Por ejemplo, el sector de transporte es responsable del 11,9% de las emisiones globales de dióxido de carbono. Tan sólo en Estados Unidos, desde 2017, el transporte ha sido la mayor fuente de gases de efecto invernadero (principalmente referidas a automóviles).

Bajo este contexto, en los últimos años hemos visto que algunos modelos que promueven la movilidad sostenible – como la ciudad de 15 minutos o las supermanzanas – han ganado popularidad. Estas iniciativas han sido acogidas con entusiasmo por distintos gobiernos locales, pero su efectividad recae en la capacidad institucional para llevarlas a cabo. Una de las iniciativas que nos parece que innova en la forma de concebir la movilidad particular son los incentivos entregados por gobiernos para incitar a los ciudadanos a cambiar sus automóviles por sistemas de transporte más sostenibles. Por ejemplo, la ciudad de Barcelona ofrece un pase gratuito de transporte público por 3 años a aquellos ciudadanos que entreguen sus vehículos contaminantes. Otros programas como “Scrap-it” en British Columbia, Canadá, ofrece una devolución de impuestos a los ciudadanos que desechen sus automóviles a cambio de bicicletas eléctricas.

Ahora bien, la movilización de personas es un componente fundamental para el funcionamiento de nuestras ciudades, pero también el transporte de los bienes y mercancía. El e-commerce y los servicios de delivery aumentaron considerablemente durante la pandemia, complejizando la logística de movilización intraurbana. Este sector también ha contribuido de forma significativa al cambio climático ya que se estima que produce aproximadamente el 30% de las emisiones globales de carbono.

Este panorama ha motivado a diversas instituciones y empresas a realizar esfuerzos considerables para revertir el patrón y apostar a que la movilización de servicios vaya migrando hacia una modelo menos contaminante. Ciudades como Dublín, Praga y Portland están instalando centros logísticos para la entrega de mercancía a través de bicicletas eléctricas de carga. Deutsche Post DHL Group, en Alemania, está transformando paulatinamente su flota a vehículos eléctricos como una estrategia para descarbonizar la empresa. Otras ciudades como Seattle han visto que las emisiones asociadas a cada paquete entregado han disminuido en un 30% desde que realizan el transporte con bicicletas eléctricas, mientras que en el centro de Londres dicha disminución ha sido de un 90% si se compara con las camionetas tradicionales a diésel.

¿Cómo optimizamos el espacio que ocupamos?

La forma en la que configuramos nuestras ciudades tiene un impacto importante en el medio ambiente. Por una parte, la dispersión de los suburbios con pocos medios de transporte disponibles y alejados de las principales fuentes laborales y los comercios, aumentan considerablemente la circulación de vehículos particulares que emiten dióxido de carbono. Algunos estudios han evidenciado que las zonas semiurbanas, si bien están rodeadas de mayor vegetación, emiten más CO2 que las ciudades. Esta situación es especialmente evidente en Estados Unidos en donde aproximadamente el 75% del suelo de las áreas urbanas está zonificado exclusivamente para la construcción de viviendas unifamiliares lo que, además, desde el punto de vista socioeconómico limita la oferta de más unidades contribuyendo así al alza de precios y a profundizar la crisis de vivienda.

Por otra parte, las ciudades con presencia de numerosos edificios de gran altura o rascacielos son más propensas a la generación de islas de calor ya que, cuando las temperaturas son altas, el calor queda atrapado entre los edificios imposibilitando el enfriamiento nocturno. Además, la presencia de múltiples rascacielos afecta el potencial de ventilación natural, lo que contribuye a una peor calidad del aire.

Limitar el suelo exclusivamente a un tipo de edificación de baja densidad ha promovido la utilización de más espacio y disminuido la capacidad de las ciudades de ofrecer los bienes y servicios de forma más eficiente. Por su parte, permitir o promover la construcción desmedida de edificaciones en altura como una estrategia de especulación inmobiliaria o posicionamiento económico, tampoco contribuye a mitigar los efectos del aumento de temperatura en las ciudades.

¿Cómo transformamos entonces el entorno construido para avanzar hacia un modelo de ciudad más sostenible y saludable? Por una parte, se están realizando cambios normativos importantes para eliminar la zonificación de viviendas unifamiliares en distintas ciudades de Estados Unidos, lo que marca un precedente fundamental para que otros países repliquen la iniciativa. Oregon fue el primer estado en eliminar la zonificación de viviendas unifamiliares, mientras que, en otras latitudes, Nueva Zelanda ordenó el fin de la zonificación de viviendas unifamiliares en sus cinco ciudades más grandes. 

Pero si en Norteamérica el debate se centra en eliminar o reducir sustancialmente el modelo que ha caracterizado por décadas el “sueño americano”, en el continente asiático la discusión se ha enfocado en limitar la construcción de torres muy altas en ciudades pequeñas. Entendiendo que China posee la mayor cantidad de edificios de gran altura en el mundo, pero también las tasas de desocupación de edificios más elevadas debido a la excesiva inversión en infraestructura urbana, las nuevas leyes promulgadas recientemente en el país imponen restricciones sobre la altura de los edificios en función de la densidad de población de las diferentes ciudades.

¿Cómo gestionamos las ciudades?

Según las predicciones de los últimos estudios e informes promulgados por la comunidad científica, de continuar con el mismo ritmo de emisiones de gases efecto invernadero para 2060 habremos elevado la temperatura global unos 4 grados. Al observar los acontecimientos recientes no es difícil darse cuenta del panorama que nos acecha. Durante los últimos días de junio las áreas del Pacífico noroeste de los Estados Unidos y Canadá experimentaron temperaturas nunca antes observadas, con récords que se batieron en muchos lugares. La situación más dramática se registró en el pueblo de Lytton, Canadá, en donde se estableció un récord de temperatura de 49,6ºC.

Estas altas temperaturas que se registran con más frecuencia en ciudades de Norteamérica, Europa y el norte de África están creando condiciones de salud peligrosas, agravando las sequías e incrementando los incendios forestales. Aunque silenciosas, las olas de calor representan un peligro inminente para la salud pública, siendo una de las principales causas de muertes relacionadas con el clima en los Estados Unidos. En efecto, este año la ola de calor que afectó a la población de Norteamérica provocó un aumento considerable de muertes y hospitalizaciones.

¿Qué tan preparadas están nuestras instituciones para hacer frente a los efectos del cambio climático? En los últimos meses varias ciudades han hecho esfuerzos considerables por adaptar los modelos de gestión urbana hacia el panorama que se avecina, centrando su foco en la resiliencia y la mitigación de dichos efectos. Un paso clave para avanzar hacia ese propósito ha sido la designación de “Directores” u “Oficiales” de calor para combatir el impacto del aumento de las temperaturas en las ciudades.  

Una de las primeras ciudades en dar este importante paso fue Atenas que, ante las últimas olas de calor registradas, nombró a una Directora para concientizar sobre los problemas asociados con el clima extremo y coordinar a todos los niveles de gobierno para idear nuevas tácticas que aporten al enfriamiento de la ciudad. Otras ciudades como Miami, Sierra Leona y Phoenix han seguido esta iniciativa. Pero además de la designación de los ‘encargados del calor’, algunos gobiernos locales han contratado asesores y especialistas para enfrentar otros retos asociados al cambio climático. Mientras que Los Ángeles abrió una oficina de Movilización de Emergencia Climática para coordinar las políticas de la ciudad, Tucson contrató un asesor de cambio climático y un asesor forestal para supervisar la plantación de 1 millón de árboles para el 2030.

Estas soluciones innovadoras implementadas en distintas ciudades que buscan incentivar modelos de transporte con bajas emisiones de carbono, la reconfiguración del entorno construido hacia una escala más humana y amigable con el medio ambiente, y la adopción de nuevas formas para adaptar la institucionalidad que tenemos ante los nuevos retos, son ejemplos que generan optimismo sobre nuestra capacidad para revertir la degradación ambiental y construir un futuro más sostenible.

Ver las ciudades únicamente como generadoras de externalidades negativas que afectan nuestra calidad de vida limita nuestra capacidad de acción, pero si pensamos en ellas como laboratorios de innovación, se nos presenta un escenario de inimaginables oportunidades para desarrollar capacidades y potenciar el conocimiento que nos permita avanzar hacia ciudades más resilientes.

El tiempo es esencial. Uno de los aprendizajes que nos entregó la pandemia es que es posible realizar cambios importantes en corto tiempo cuando las voluntades de todos los actores de la ciudad convergen hacia una meta común. Son muchos los gobiernos, empresas y organizaciones que ya están comprometidos con el camino hacia la sostenibilidad y la resiliencia; es nuestra responsabilidad como urbanistas y personas interesadas en la vida en las ciudades promover y exigir que se den los cambios necesarios para construir un futuro sostenible.

El llamado es a la acción – de los gobernantes, de las organizaciones civiles, las empresas privadas y de cada uno de nosotros. Un llamado a involucrarnos de forma activa en los espacios de discusión y toma de decisiones sobre el futuro de las ciudades. Solo así, con la participación de todos, aseguraremos que en el futuro las ciudades sean para todos.


Foto de portada: Transecto.

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